He rescatado un relato que escribí cuando tenía 18 años. Quizás no sea un cuento de Navidad al uso... Sin duda, no lo es. Pero, rebuscando entre papeles olvidados, han saltado a mis manos estas letras desordenadas. Tal hallazgo merece, en mi opinión, no caer de nuevo en el olvido.
Por eso lo presento ante vosotros, con independencia de su mayor o menor valor literario, como un hijo pródigo que vuelve a los brazos de su padre y que no es juzgado por su huida, sino por su vuelta a casa.
Me presentaré. Me llamo Mefisto y voy a morir. No pediré que nadie crea el relato que voy a escribir. Ni yo mismo distingo ya entre sueño y realidad. Sin embargo, y dado el poco tiempo del que dispongo, poco importa ya quién lo sepa o quién lo crea.
Siempre fui de esos que deambulan sin rumbo por la vida. De esa clase de seres cuyo corazón se empequeñece a la vez que aumentan su odio y su miseria, y en igual proporción. Alguien normal en nuestro tiempo.
Sin embargo, mi miseria era mayor. Yo no tenía alma. Y, de niño, creía que no podía haber mayor desgracia que carecer del único elemento sobrenatural, no mundano, de que el hombre es poseedor. Por eso, yo era el más hombre de todos los hombres, el más humano en tanto que menos divino.
Siempre había sabido que no tenía alma. La vieja, medio bruja medio serpiente venenosa, solía referirse a mí como "el niño piedra". Decía que los dioses y los demonios no se pusieron de acuerdo sobre la naturaleza que yo debía adoptar en la Tierra y de la discusión surgió un engendro, con aspecto humano, pero carente de vida y sin alma.
Ni los dioses me habían conferido el más mínimo carácter, ni los demonios la menor sombra de inteligencia.
Así fui definido, desde siempre, por quien decía ser mi abuela. Basaba todos sus razonamientos en el hecho, tan desafortunado como fortuito, de la muerte de mi madre durante el parto. Eso y que, según decía, nací del revés. Cuando asomaron mis pies al mundo, ella espiró su último hálito.
La vieja, solía hacer rituales en torno a mí, con un ejército luminoso de cirios, amuletos y otros extraños objetos que me aterraban y cuyo nombre nunca supe. Algo así le ocurría a ella conmigo. En cierto modo, me temía por lo que de desconocido presentía en mí. Creo que por eso me lavaba incansablemente con agua y azufre. Debía ser su receta mágica contra lo excesivamente humano.
Sin embargo, en medio de aquella locura, el contrapunto y absoluto contraste con la vieja, era Alma. Ella sí me comprendía y por eso la amaba. Había aparecido un día de verano fingiendo haberse perdido -eso creo yo- y la vieja la llamaba así porque los dioses benévolos, al ver mi desprotección, habían creado la parte que me negaron al nacer y la habían enviado para protegerme.
Alma y yo fuimos siempre como dos partes del mismo cuerpo. Jamás me separaba yo de ella ni ella de mí. Sentía su calor siempre cercano y mi corazón se tranquilizaba, incluso en los satánicos rituales de la vieja.
Durante años me pregunté cada noche, junto a Alma, qué habría sido de los demonios que también participaron en mi creación. Los dioses me habían dado a Alma. ¿Y los demonios?
Cuando no hacía frío todo era verde alrededor del viejo caserón de madera en el que vivíamos. Alma y yo habíamos ido a jugar por las largas praderas al pie de las montañas. Era un día de sol de mitad de la primavera. Pero al atardecer, como si las empujaran, las nubes fueron bajando y se presentó la tormenta. Los rayos inundaban el cielo con su luz, entre negros nubarrones y un aguacero sin fin. El desastre nos sobrevino en un pequeño claro de la ladera del monte Oscuro que, según la vieja, era habitado por extrañas criaturas perversas que, al contrario que yo, poseían alma -¿cómo era posible que seres tan malvados tuvieran alma y yo no?-.
La tormenta se tornó, de repente, mucho más furiosa y los rayos comenzaron a alcanzar las cotas altas del monte. Alma y yo nos refugiamos bajo un enorme árbol. Sin embargo, ella quería seguir jugando. Yo le gritaba para que volviera pero hacía como que no me escuchaba.
Todo ocurrió muy deprisa. La vi corriendo hacia mí y, un instante después, yacía calcinada en el suelo verde, sobre una gran mancha de negrura infinita.
Finalmente obtuve respuesta. Los dioses me habían enviado a Alma; los demonios me la robaron.
Firmado: CALÍGULA
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