Un rayo, enviado por mis demonios, había acabado con la vida de Alma y, a la vez, con la mía. Si algún rastro de humanidad me quedaba, en ese mismo instante, desapareció. Ella había sido, durante años, MI alma. Y ahora, ni la tenía a ella, ni jamás volvería a tener alma alguna.
Mi infancia terminó de un bandazo y, sin mediar aviso, aterricé en la plena madurez de mi personalidad.
Caminé durante horas, arrastrando el pesado cadáver de Alma tras mis pasos, hasta llegar a casa. La vieja me esperaba sentada frente al fuego. Al verme demacrado y blanco de frío, con el cuerpo inerte y ennegrecido de Alma en el suelo, se asustó. Corrió a por todos sus amuletos, cirios y demás zarandajas rituales. Cuando se hubo tranquilizado y estuvo de nuevo sentada, yo aún permanecía de pie junto a la puerta. Me tapó con una manta y, comprendiendo lo ocurrido, masculló entre dientes que, al fin y al cabo, sólo era una perra y que ya encontraría otra cosa con la que pasar el rato.
Ni mis diez años ni mi estado de semicongelación pudieron frenar la ira que se apoderó de mí. Fui hacia la chimenea, tomé el atizador y arremetí contra la vieja una y otra vez, y otra vez, y otra vez, hasta que caí extenuado.
Su sangre no era roja, como yo imaginaba. Era más bien de color negruzco y muy espesa. Parecía brea dispuesta para calafatear su propio ataúd. En ese momento, en aquel sucio suelo de madera, supe para qué había nacido en realidad. A partir de entonces, dedicaría mi vida a robar almas. Debía poseerlas. Esa había sido siempre la finalidad última de mi existencia.
Traté de capturar la de la vieja antes de que se alejara de su cuerpo, aún caliente. Pero no salían más que vapores hediondos. Ni rastro del alma tan ansiada por mí.
Desde ese día me acercaba cada noche a los pueblos de la zona y buscaba almas. Las elegía sin especial interés aunque procuraba que sus portadores no fueran muy corpulentos. Sofistiqué mis métodos. Pero con los siguientes ocurrió, invariablemente, lo mismo. Tan sólo aquel humeante olor saliendo de las vísceras de los fulanos. Jamás nada parecido a un alma.
La sexta o séptima vez, empecé a temer que estuviera haciendo algo mal. Sin embargo, sobre la veintena, acabé por aceptar que, descartada la remota posibilidad de haber escogido a todas las víctimas carentes de alma, ningún humano poseía una.
A mis doce años, y convencido de mi descubrimiento, empecé a encontrar cierto placer en lo que hacía. Me hice consciente de que no era capaz de controlarme y acabé por convertirme en un espíritu nocturno en busca de víctimas.
Los demonios no lanzaron aquel rayo contra Alma. El rayo era para mí. Y me alcanzó. Ya que no en el alma, sí en el corazón.
Realmente, la vieja tenía razón cuando me llamaba "niño piedra".
Hoy, espero sentado a que mi sentencia se ejecute. No tengo miedo. He matado a cientos y sé que nada dejo aquí y nada encontraré allí. Mi vida acaba como empezó: con muerte a mi alrededor y con ese sabor a sangre en la boca, tan familiar...
Firmado: CALÍGULA
1 comentarios:
Gracias una vez más. Cómo me gusta leerte. Un besazo. Y ya sabes que me tienes rendida a tus pies.
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