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martes, 27 de enero de 2009

EDGAR ALLAN POE O EL GENIO INFELIZ


Poeta nacido a la desgracia y desarmado frente al mundo, la vida era para Poe un mal sueño. El whisky y el opio aliviaban sus pesadillas y las deudas le devolvían a ellas. Aún hoy es recordado, más que por sus éxitos, que no fueron muchos, por las fantasías y ficciones que parió y que, al fin, acabarían celebrando su derrota.

En medio del cómodo optimismo de principios del XIX, Poe interpretó Hamlet para su propio fantasma y, a veces, es difícil separar al poeta del espectro que soñaba pájaros disecados y agitaba a las damas. Su imaginación embrujada se adelantó a su tiempo. Su lenguaje, sus versos obsesionados con la muerte hablan donde la razón no alcanza.

Influido por Byron, también desafió a la sociedad. Pero, mientras aquel contaba con su duro y aristocrático realismo, Poe luchaba ciego frente a sus fantasmas.

Cuando dejó la casa de su padrastro, comenzó a parir poemas a penique. Su espíritu enfermo no pudo crear más poesía pura y se valió de su vena periodística, naufragando en tierra de nadie, en algún punto entre el arte y el negocio, para poder seguir pagando sus vicios.

Si el poeta y el alcohol hacían mala pareja, sus relaciones con las mujeres fueron desastrosas. Complejos sentimientos incestuosos hacia su hermana y su prima, sazonados con amargas experiencias sexuales una mujer tras otra, constituyen todo su bagaje amoroso.

Los intelectuales suelen considerarse más inteligentes y sensibles que los demás mortales. La raíz del problema de Poe es que él realmente lo era. En sus relatos no da la impresión de ser un poeta frustrado obligado a ejercer de soldado, editor o escritor de libros de texto. Más parece un hombre con muchos pero difusos dones. Y sin embargo, su mente era tan extraordinaria que no tuvo más opción que ser infeliz.

Poco se puede decir ya, excepto que si Edgar Allan Poe hubiera sido mejor poeta -menos impregnado del lenguaje sentimental de su época- podría haber corrido, incluso, peor suerte en la vida. Y, a pesar de todo, es, probablemente, el escritor que más ha influido en la literatura del siglo XX.

200 años ha y sigue vivo en multitud de hijos póstumos, tomándose un trago antes del desayuno y soñando, siempre soñando.

martes, 6 de enero de 2009

EL SER VACÍO O EN BUSCA DEL ALMA INEXISTENTE (Relato corto, parte II)


Un rayo, enviado por mis demonios, había acabado con la vida de Alma y, a la vez, con la mía. Si algún rastro de humanidad me quedaba, en ese mismo instante, desapareció. Ella había sido, durante años, MI alma. Y ahora, ni la tenía a ella, ni jamás volvería a tener alma alguna.
Mi infancia terminó de un bandazo y, sin mediar aviso, aterricé en la plena madurez de mi personalidad. 
Caminé durante horas, arrastrando el pesado cadáver de Alma tras mis pasos, hasta llegar a casa. La vieja me esperaba sentada frente al fuego. Al verme demacrado y blanco de frío, con el cuerpo inerte y ennegrecido de Alma en el suelo, se asustó. Corrió a por todos sus amuletos, cirios y demás zarandajas rituales. Cuando se hubo tranquilizado y estuvo de nuevo sentada, yo aún permanecía de pie junto a la puerta. Me tapó con una manta y, comprendiendo lo ocurrido, masculló entre dientes que, al fin y al cabo, sólo era una perra y que ya encontraría otra cosa con la que pasar el rato.

Ni mis diez años ni mi estado de semicongelación pudieron frenar la ira que se apoderó de mí. Fui hacia la chimenea, tomé el atizador y arremetí contra la vieja una y otra vez, y otra vez, y otra vez, hasta que caí extenuado.
Su sangre no era roja, como yo imaginaba. Era más bien de color negruzco y muy espesa. Parecía brea dispuesta para calafatear su propio ataúd. En ese momento, en aquel sucio suelo de madera, supe para qué había nacido en realidad. A partir de entonces, dedicaría mi vida a robar almas. Debía poseerlas. Esa había sido siempre la finalidad última de mi existencia.
Traté de capturar la de la vieja antes de que se alejara de su cuerpo, aún caliente. Pero no salían más que vapores hediondos. Ni rastro del alma tan ansiada por mí.

Desde ese día me acercaba cada noche a los pueblos de la zona y buscaba almas. Las elegía sin especial interés aunque procuraba que sus portadores no fueran muy corpulentos. Sofistiqué mis métodos. Pero con los siguientes ocurrió, invariablemente, lo mismo. Tan sólo aquel humeante olor saliendo de las vísceras de los fulanos. Jamás nada parecido a un alma.
La sexta o séptima vez, empecé a temer que estuviera haciendo algo mal. Sin embargo, sobre la veintena, acabé por aceptar que, descartada la remota posibilidad de haber escogido a todas las víctimas carentes de alma, ningún humano poseía una.
A mis doce años, y convencido de mi descubrimiento, empecé a encontrar cierto placer en lo que hacía. Me hice consciente de que no era capaz de controlarme y acabé por convertirme en un espíritu nocturno en busca de víctimas.
Los demonios no lanzaron aquel rayo contra Alma. El rayo era para mí. Y me alcanzó. Ya que no en el alma, sí en el corazón.
Realmente, la vieja tenía razón cuando me llamaba "niño piedra".

Hoy, espero sentado a que mi sentencia se ejecute. No tengo miedo. He matado a cientos y sé que nada dejo aquí y nada encontraré allí. Mi vida acaba como empezó: con muerte a mi alrededor y con ese sabor a sangre en la boca, tan familiar...

Firmado: CALÍGULA

viernes, 2 de enero de 2009

EL SER VACÍO O EN BUSCA DEL ALMA INEXISTENTE (Relato corto, parte I)



He rescatado un relato que escribí cuando tenía 18 años. Quizás no sea un cuento de Navidad al uso... Sin duda, no lo es. Pero, rebuscando entre papeles olvidados, han saltado a mis manos estas letras desordenadas. Tal hallazgo merece, en mi opinión, no caer de nuevo en el olvido.
Por eso lo presento ante vosotros, con independencia de su mayor o menor valor literario, como un hijo pródigo que vuelve a los brazos de su padre y que no es juzgado por su huida, sino por su vuelta a casa. 



Me presentaré. Me llamo Mefisto y voy a morir. No pediré que nadie crea el relato que voy a escribir. Ni yo mismo distingo ya entre sueño y realidad. Sin embargo, y dado el poco tiempo del que dispongo, poco importa ya quién lo sepa o quién lo crea.

Siempre fui de esos que deambulan sin rumbo por la vida. De esa clase de seres cuyo corazón se empequeñece a la vez que aumentan su odio y su miseria, y en igual proporción. Alguien normal en nuestro tiempo.
Sin embargo, mi miseria era mayor. Yo no tenía alma. Y, de niño, creía que no podía haber mayor desgracia que carecer del único elemento sobrenatural, no mundano, de que el hombre es poseedor. Por eso, yo era el más hombre de todos los hombres, el más humano en tanto que menos divino.
Siempre había sabido que no tenía alma. La vieja, medio bruja medio serpiente venenosa, solía referirse a mí como "el niño piedra". Decía que los dioses y los demonios no se pusieron de acuerdo sobre la naturaleza que yo debía adoptar en la Tierra y de la discusión surgió un engendro, con aspecto humano, pero carente de vida y sin alma.
Ni los dioses me habían conferido el más mínimo carácter, ni los demonios la menor sombra de inteligencia.
Así fui definido, desde siempre, por quien decía ser mi abuela. Basaba todos sus razonamientos en el hecho, tan desafortunado como fortuito, de la muerte de mi madre durante el parto. Eso y que, según decía, nací del revés. Cuando asomaron mis pies al mundo, ella espiró su último hálito.
La vieja, solía hacer rituales en torno a mí, con un ejército luminoso de cirios, amuletos y otros extraños objetos que me aterraban y cuyo nombre nunca supe. Algo así le ocurría a ella conmigo. En cierto modo, me temía por lo que de desconocido presentía en mí. Creo que por eso me lavaba incansablemente con agua y azufre. Debía ser su receta mágica contra lo excesivamente humano.

Sin embargo, en medio de aquella locura, el contrapunto y absoluto contraste con la vieja, era Alma. Ella sí me comprendía y por eso la amaba. Había aparecido un día de verano fingiendo haberse perdido -eso creo yo- y la vieja la llamaba así porque los dioses benévolos, al ver mi desprotección, habían creado la parte que me negaron al nacer y la habían enviado para protegerme.
Alma y yo fuimos siempre como dos partes del mismo cuerpo. Jamás me separaba yo de ella ni ella de mí. Sentía su calor siempre cercano y mi corazón se tranquilizaba, incluso en los satánicos rituales de la vieja.
Durante años me pregunté cada noche, junto a Alma, qué habría sido de los demonios que también participaron en mi creación. Los dioses me habían dado a Alma. ¿Y los demonios?

Cuando no hacía frío todo era verde alrededor del viejo caserón de madera en el que vivíamos. Alma y yo habíamos ido a jugar por las largas praderas al pie de las montañas. Era un día de sol de mitad de la primavera. Pero al atardecer, como si las empujaran, las nubes fueron bajando y se presentó la tormenta. Los rayos inundaban el cielo con su luz, entre negros nubarrones y un aguacero sin fin. El desastre nos sobrevino en un pequeño claro de la ladera del monte Oscuro que, según la vieja, era habitado por extrañas criaturas perversas que, al contrario que yo, poseían alma -¿cómo era posible que seres tan malvados tuvieran alma y yo no?-.
La tormenta se tornó, de repente, mucho más furiosa y los rayos comenzaron a alcanzar las cotas altas del monte. Alma y yo nos refugiamos bajo un enorme árbol. Sin embargo, ella quería seguir jugando. Yo le gritaba para que volviera pero hacía como que no me escuchaba.
Todo ocurrió muy deprisa. La vi corriendo hacia mí y, un instante después, yacía calcinada en el suelo verde, sobre una gran mancha de negrura infinita.

Finalmente obtuve respuesta. Los dioses me habían enviado a Alma; los demonios me la robaron.

Firmado: CALÍGULA